sábado, enero 21, 2012



VIDA EN EL AMOR
(fragmento)

Ernesto Cardenal

Cuando miras la vastedad del universo en una noche estrellada (nuestra galaxia con trescientos mil millones de estrellas, y estrellas que tienen el brillo de trescientos mil soles, y cien millones de galaxias en el universo explorable) no debes sentir tu pequeñez y tu insignificancia, sino tu grandeza. Porque el espíritu del hombre es mucho más grande que esos universos. Porque el hombre puede mirar a esos mundos y comprenderlos y ser consciente de ellos, mientras que esos mundos no pueden comprender al hombre. Esos mundos están compuestos de moléculas simples, como la del hidrógeno que solo es un núcleo y un electrón, mientras que el cuerpo humano tiene moléculas más complicadas y tiene además la vida, cuya complejidad trasciende la del mundo molecular; y el hombre tiene además la conciencia y el amor. Y cuando el enamorado dice que los ojos de su amada brillan más que las estrellas, no está diciendo un hipérbaton (aún cuando Sigma de la Dorada brille trescientos mil veces más que el sol) porque en sus ojos asoma la luz de la inteligencia y el amor, que no la tienen Sigma de la Dorada, ni Alfa de la Lira ni Antares. Y aun cuando el radio del universo sea de cien mil millones de años luz, el radio del universo tiene límites. Y el más inferior de los hombres es mayor que todo el universo material, con una grandeza de otro orden que sobrepasa la grandeza de volumen. Porque todo el universo material se vuelve como un pequeño punto en el entendimiento humano que lo piensa. Y esos mundos son mudos. Alaban a Dios pero con la alabanza inconsciente, sin saberlo. Y tú eres la voz de esos mundos, y la conciencia de ellos. Y esos mundos no son tampoco capaces de amor, mientras que tú eres la materia enamorada.

Pero tu entendimiento no está separado de esos mundos. Tú eres también ese inmenso universo, y eres la conciencia y el corazón. Eres el vasto universo que piensa y que ama. Porque el alma completa al universo, como decía Platón, y ha sido creada para que el cosmos tuviera un intelecto. El hombre es la perfección de la creación visible, y no podemos considerarlo como insignificante y vil («vil gusano de la tierra») porque sería considerar insignificante y vil toda la obra de Dios.

Y la vastedad del universo que contemplas en una noche estrellada se hace más vasta si te contemplas también a ti mismo como parte de ese universo que contemplas, y te das cuenta que tú eres el mismo universo contemplándose y que además de sus dimensiones espacio- temporales en ti adquiere unas dimensiones ―todavía mayor― el universo.

Somos la conciencia del cosmos. Y la encarnación del Verbo en un cuerpo humano significa la encarnación en todo el cosmos.

Porque todo el cosmos está en comunión. El calcio de nuestros cuerpos es el mismo calcio de nuestro mar (y lo hemos sacado del mar porque nuestra vida salió del mar). Y en realidad no existen vacíos interestelares ni intergaláxicos, sino que todo el cosmos es una sola masa de materia, más o menos rarificada o concentrada, y todo el cosmos es un solo cuerpo. Los elementos de los meteoritos venidos de estrellas lejanas (calcio, hierro, cobre, fósforo) son los mismos elementos de nuestro planeta, y de nuestro cuerpo, y los mismos de los espacios interestelares. Así que estamos hechos de estrellas, o mejor dicho todo el cosmos está hecho de nuestra carne. Y cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, pudo decir de toda la naturaleza como Adán dijo de Eva: «Esta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos». En el Cuerpo Místico de Cristo, que somos todos nosotros, y que en realidad es la creación entera.

En nuestro cuerpo comulgan todos los animales vivos y los fósiles, los metales y todos los elementos del universo. El escultor que labra la piedra está hecho de la misma materia de la que está hecha la piedra, y es como la conciencia de la piedra, es la piedra hecha artista, es la materia con alma. Y cuando el hombre ama a Dios y se une con Él, es la creación entera con sus tres reinos, mineral, vegetal y animal, la que lo ama y se une con Él.

La naturaleza es por eso más sagrada para el cristiano que lo fue nunca para el panteísta pagano. Nosotros somos más que panteístas, pues el cristianismo sobrepasa todo panteísmo y la Encarnación va más allá de lo que ningún filósofo panteísta hubiera podido ni siquiera soñar.

Nuestros cuerpos son sagrados. Son templos dice san Pablo (y para los judíos no había nada más sagrado que el Templo), y toda la materia participa en la santidad de nuestros cuerpos. La creación entera es un templo, según san Gregorio Magno. El árbol, las piedras, la lagartija y el conejo, el meteoro y los cometas y las estrellas, son santos por nosotros.

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